Hay veces que tomar decisiones es facil. Llevarlas a cabo en
cambio, es lo que nos cuesta tanto. Entonces de la decisión de un hecho a la
acción que lo concreta puede pasar mucho tiempo. Muchas veces intentamos
encontrar el momento y la manera correcta (como si eso realmente existiese)
Pero en general, lo que nos paraliza (al menos en las grandes decisiones de
nuestra vida) suele ser el miedo. Miedo al cambio, miedo a equivocarnos, miedo
a lo desconocido o simplemente miedo a la vida, a tener que enfrentarla y
admitir un fracaso o un error.
Trabajar, dormir, trabajar, esperar. Así pasó la siguiente
semana de mi vida, mientras esperaba, pensaba, e intentaba buscar la manera de
hablar con mis padres. Tuve una charla mental con ellos miles de veces, con
resultados dispares. Algunas veces me abrazaban y decían que estaba todo bien.
Otras se enojaban y yo no sabía que hacer. Otras tantas me iba por las ramas y
finalmente la charla no llegaba a nada. Pero bueno, eran charlas mentales, que
no existían. Era yo hablando conmigo mismo, imaginándome que me dirían mis
padres. Era yo a mis 20 años, intentando elaborar como pedir asilo, como volver
al nido con la cabeza gacha y admitir que falle.
Pasaron los días y el miedo me iba ganando, el viaje pasó de
ser algo que quería a algo que temía. Y así en el medio de mi temor, un buen día
dije basta. No puedo vivir con miedo, no puedo temer a mi vida. Y lo que tengo
que hacer, lo tengo que hacer.
Así, billetera en
mano, y gracias a la extensión de la tarjeta que mi viejo me había hecho. Un miércoles
14 días después del episodio con R. fui a la terminal y saqué el pasaje de
micro a Tres Arroyos. Ida únicamente.
Estos eran mis primeros años en La Plata. Los micros casi no existían
para mi, y o me movía en taxi o caminando de acá para allá. Como plata no tenía,
la vuelta fue caminando. Iba despacio, tenía tiempo y un atado de puchos lleno
en el bolsillo.
Por primera vez la ciudad se abría ante mi. No como el lugar
donde estaba, sino como el lugar que dejaba. Había fecha y hora, en mi bolsillo
un pasaje decía Viernes 22hs. Así que por primera vez desde que estaba en la
ciudad. Me puse a verla realmente, a disfrutar de los árboles, del verde, me desvíe
por las plazas, me senté en un banco. Camine para un lado, para el otro. Tardé
horas en recorrer las 20 cuadras que separaban mi casa en ese momento de la
terminal.
Los días siguientes fueron medio raros, estaba triste, ansioso y asustado. Las horas pasaban lento y yo quería que pasen rápido. El sueño era algo que me esquivaba y como si fuese en respuesta a la tormenta que había en mi mente, el jueves amaneció oscuro y lluvioso. Me pasé el día leyendo y jugando en la computadora. Cociné algo y fumé mucho. Ya era de noche y tirado en la cama, se largó una tormenta terrible. Rayos, truenos, viento y el ruido de la lluvia que parecía una cortina de agua. Tirado en mi cama con las luces apagadas mirando el techo de repente el miedo y la ansiedad y la vida fueron demasiado. Me levanté como un resorte de la cama, agarre mi ropa, mi campera y me vestí. Me prendí un pucho y salí disparado por la puerta del departamento. En la calle era peor que en mi pieza, un viento fuerte y frío hacía que llueva casi de costado, el cigarrillo no llegó a durar más que dos pitadas antes de transformarse en un amasijo de tabaco mojado. Lo tiré y seguí caminando, hacia la nada, hacia la tormenta. Sentía que solo tenía que caminar, que no podía frenar. Atrás estaban todos mis miedos, mis problemas y mi vida. Y enfrente, enfrente estaba una tormenta rugiendo, empapándome y tratando de asustarme con sus rayos y sus truenos y su agua y su frío. Y yo, en medio de la madrugada platense, camine hacia ella.
Lo siguiente que recuerdo es estar parado en el medio de Plaza Rocha, empapado de pies a cabeza, chorreando agua y mirando un árbol tambalearse mientras el cielo se iluminaba y la tormenta empezaba a pasar. No sé cuanto tiempo pasó ni siquiera me importa. Lo que si sé, que en ese momento tuve una seguridad absoluta.
Los días siguientes fueron medio raros, estaba triste, ansioso y asustado. Las horas pasaban lento y yo quería que pasen rápido. El sueño era algo que me esquivaba y como si fuese en respuesta a la tormenta que había en mi mente, el jueves amaneció oscuro y lluvioso. Me pasé el día leyendo y jugando en la computadora. Cociné algo y fumé mucho. Ya era de noche y tirado en la cama, se largó una tormenta terrible. Rayos, truenos, viento y el ruido de la lluvia que parecía una cortina de agua. Tirado en mi cama con las luces apagadas mirando el techo de repente el miedo y la ansiedad y la vida fueron demasiado. Me levanté como un resorte de la cama, agarre mi ropa, mi campera y me vestí. Me prendí un pucho y salí disparado por la puerta del departamento. En la calle era peor que en mi pieza, un viento fuerte y frío hacía que llueva casi de costado, el cigarrillo no llegó a durar más que dos pitadas antes de transformarse en un amasijo de tabaco mojado. Lo tiré y seguí caminando, hacia la nada, hacia la tormenta. Sentía que solo tenía que caminar, que no podía frenar. Atrás estaban todos mis miedos, mis problemas y mi vida. Y enfrente, enfrente estaba una tormenta rugiendo, empapándome y tratando de asustarme con sus rayos y sus truenos y su agua y su frío. Y yo, en medio de la madrugada platense, camine hacia ella.
Lo siguiente que recuerdo es estar parado en el medio de Plaza Rocha, empapado de pies a cabeza, chorreando agua y mirando un árbol tambalearse mientras el cielo se iluminaba y la tormenta empezaba a pasar. No sé cuanto tiempo pasó ni siquiera me importa. Lo que si sé, que en ese momento tuve una seguridad absoluta.
Esto no era una despedida, solo era un hasta luego.
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